A las 6:30 horas, Rafa, se disponía a atravesar,
una vez más, el enorme parque de pinos plantados, fresnos añejos y
senderos cruzados, surcados por ligustros desprolijos, que unía su
barrio con aquel temporal lugar de trabajo, el predio vip llamado “los
prodigios”.
El hombre, de mediana edad y estatura, un tanto callado,
de perfil bajo, hincha de Racing y mágico ambidiestro de potrero,
avanzaba en la vida en búsqueda de sus grandes objetivos:
Encontrar lo positivo en cada uno de sus actos, disfrutar de sus momentos libres y enfrentar un ejército de miedos heredados.
Desde el umbral en la puerta de su hogar pintado de color celeste y
opacado por las condiciones climáticas de ese día, ubicado en el barrio
“los descalzos”, lindante al parque y última zona urbana antes del río,
su esposa Marta lo despide con un mate amargo, un beso con esa mirada
que él amaba sin querer descifrar y rápidamente lo pierde de vista al
otro lado de la calle Independencia.
Y fue en el medio del
parque, donde el recorrido hacia la obra de aquél albañil se hacía más
corto cuando ocurrió el desafortunado encuentro.
Las fantasías disparadas de Rafa aumentaban siempre en el modo que se adentraba en el lugar, como algo constante e inevitable.
Esa batalla contra la imaginación y el miedo que libramos
permanentemente y que en el caso de este hombre se disipaba al llegar a
su trabajo.
¡Pero Jamás imaginó que ese día iba a sentir tanto miedo!
Un miedo que lo paralizó casi por completo, erizándole el cuerpo a tal extremo que se sintió solo piel y huesos.
Un miedo que se multiplicó al ver que sus morenas manos habían cambiado
hacia un color pálido, grisáceo, mortecino y que le hizo dudar hasta
de su rostro.
Ni el frío de ese invierno, ni de otros, llegó a ser tan helado como en ese minuto de su vida.
Se le secó la lengua y su boca se puso amarga, los ojos se llenaron de
gélidas lagrimas que le nublaron aún más la visión ya que la espesa
niebla de esa madrugada solo le dejaba ver siluetas espectrales que
parecían avanzar hacia él.
En ese soplo desesperado se encontró,
sin desearlo jamás, con aquella enorme figura entre humana y lobuna que,
inevitablemente, lo atraparía y con solo un movimiento le arrancaría
un brazo, imaginando un dolor tan grande e intenso, solo semejante al
miedo fatal que estaba sintiendo.
El ser con más de dos metros de
altura poseía una mirada fría y penetrante, con ojos negros, muertos y
vacíos, de cabeza cubierta como una parca sin guadaña. Un destello
rojizo espeluznante proveniente de sus ojos, tan fugaz como un pestañeo,
le daba el único toque de saturación a aquella gris y espesa
madrugada.
El silencio se comparaba a las noches de la vez que
vivió en un obrador en el campo, lejos de la ciudad, obligado por
cuestiones laborales. Aunque aquella vez no estaba solo…
Fue en
ese desconocido momento de sus funciones fisiológicas que recordó, al
igual que otras veces, como su imaginación le mostraba árboles
fantasmagóricos y figuras de espanto en el viejo parque, que se
cerraban a lo alto como una mano capturando un insecto.
Miró
abajo, hacia sus pies de botines pesados, viejos, secos y gastados,
mientras sus manos se apoyaban sobre una pala de punta fina que portaba
para cumplir con su función de ayudante.
Y pensó:
-(¡Calma! El miedo está dentro de mí, no tiene por qué ser visible a los demás).
Reflexiones simples de diálogo interno que lo ayudaban a concluir, cada
vez, el recorrido transversal de aquél solitario lugar.
Respiró
profundo y exhaló fuerte hacia abajo, desde sus tripas, desde su último
contenido de calor humano. Una gran bocanada de vapor más denso que la
misma niebla salió extensa y con potencia, sonando con una tos larga y
ronca.
Aquel cambio de sentido en su imaginación produjo el esperado milagro.
Al levantar la vista, la terrible figura pareció reducirse en tamaño y
no solo eso sino que dio media vuelta y se perdió en la niebla en
sentido contrario, agitando aquella larga y oscura capa en su andar.
Eso fue todo para él, no hubo victima ni victimario, solo un encuentro de dudosa realidad.
En un cálido bar, que recién abría, frente al otro extremo del parque,
el mozo de turno prepara un café grande con tostadas, manteca y
mermelada de naranjas por pedido del señor que acababa de ingresar
sentándose en una mesita al centro de local, dando espalda a la calle y
vidriera.
La soledad a esa hora de la mañana solo era interrumpida
por los alternados destellos rojos, amarillos y verdes de un semáforo,
que iluminaba de fondo con degrado opacos las iniciales “JP” pintadas en
la esquina en diagonal al local.
El recién ingresado, de
aspecto robusto, cuidador nocturno en una fábrica, con ojos cansados y
vidriosos propios de haber pasado una larga noche, habló solo y dijo:
-¡Es increíble lo que doce horas de desvelo y soledad pueden provocar en la imaginación!
El mozo detrás del fuerte ruido a vapor de la cafetera y medio
distraído por el noticiero de turno mezclado con una vieja balada
metalera proveniente de un móvil detrás del mostrador finge escucharlo,
como a tantos otros, dirigiéndole su mirada por un instante.
-¡Creí encontrarme en el parque con un fantasma, un zombi, un
sepulturero, no sé! ¡Estaba ahí parado tan terrible, gris y harapiento
que sentí un terror de muerte!
El mozo, poniendo los sobres de azúcar, el café y demás sobre la mesa circular responde:
-Suele pasar los días de niebla, la imaginación nos juega malos ratos señor y los muchachones que dejan el parque sin luz.
-Es posible, sí, es posible...pero… ¡Fue tan real!... ¡Ahí parado como
anunciándome algo inevitable!... ¡Y ese humo saliendo de su boca con un
sonido asqueroso!... ¡Y esa pala!...
-¿Necesita algo más señor? (el cliente suspira prolongado)
- Sí, gracias, ¿Tiene un lugar donde colgar mi capa de lluvia?
-Sí señor, deme, la cuelgo por aquí, junto a la puerta.
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